🎐 Veleta #18: Mi magdalena de Proust del verano
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LA tapa
Cuando éramos pequeñas, por finales de los 80, mi hermana y yo salíamos de vez en cuando con mi padre a tomar el aperitivo. Normalmente, íbamos al bar de debajo de mi casa, que tenía un cartel en la entrada que ponía "Bar Sayagues". Como nunca entendimos bien el nombre (siempre me pareció que le faltaba la diéresis), nosotras siempre decíamos que bajábamos donde Marcelino, el dueño, y allí descubrí una de las comidas que más me chiflan: los boquerones en vinagre.
La Tere, la mujer de Marcelino, los hacía ella misma en un office tan pequeño como un armario de dos cuerpos, y ¡qué mano tenía la Tere! Así que cuando se me ponen por delante unos boquerones en vinagre, me pasa como a Proust con su magdalena: me transporto a la infancia, a los mediodías de aperitivo, a los veinte duros de paga que de vez en cuando nos daba Domingo (un amigo de mi padre), a los juegos a la goma y a la comba, al pino en la pared y las manos negras, a las amistades de media hora y a la Fanta de Naranja que compartía con mi hermana. La tapa en cuestión (los boquerones) prácticamente me la comía yo sola porque mi acompañante era de mal comer y, como buen contrapunto, a mí me gustaba (casi) todo lo que me echaran.
La receta
Ahora que ya tengo taitantos, cuando como boquerones, normalmente son de los que hace mi suegro, que tiene mano para las raciones, como buen cocinero castizo. Lo más difícil, dice, es limpiarlos, porque en realidad la receta es tan sencilla de preparar como de comer y alegran un caluroso día de veranito junto a unas patatitas fritas y algunos encurtidos. Ya verás, en cinco pasos los tienes listos:
Paso 1: Pelar y limpiar los boquerones hasta que nos queden los lomos por separado. Si tenemos suerte y un pescadero de confianza, quizá podamos saltarnos este paso. Si no, aquí tienes un vídeo en el que se explica cómo hacerlo.
Paso 2: Ahora toca lavarlos en agua fría hasta que el agua salga más o menos limpia. Cuando lo consigas, déjalos escurrir hasta que prepares el condumio donde los vamos a sumergir.
Paso 3: Preparamos el condumio. Para 1 kilo de boquerones, haz una mezcla de 300 ml de vinagre de vino blanco o de vinagre de manzana, 100 ml de agua y un puñadito de sal al gusto.
Paso 4: Introduce los boquerones en el caldillo y déjalos macerar unas cuantas horas, hasta que veas que se han puesto blancos (3-4 horas). Después, mételos en un táper, y a congelar, por eso del anisakis.
Paso 5: Cuando te apetezca esta tapa veraniega, solo tendrás que sacarlos del congelador, dejarlos descongelar y colocar en un plato con aceite de oliva, ajo picado (yo pongo en polvo) y perejil. Acompáñalos con aceitunas, encurtidos o patatas fritas.
Paso 6: Disfruta.
Fragmento de Por el camino de Swann (En busca del tiempo perdido), de Marcel Proust
Por si no te has encontrado todavía con el significado que esconde la magdalena de Proust, aquí te dejo el maravilloso fragmento en el que el propio autor lo describe:
Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en, mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear.
Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad, y entrarla en el campo de su visión.
Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido estado que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las restantes realidades? Intento hacerlo aparecer de nuevo. Vuelvo con el pensamiento al instante en que tome la primera cucharada de té. Y me encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi alma un esfuerzo más; que me traiga otra vez la sensación fugitiva. Y para que nada la estorbe en ese arranque con que va a probar captarla, aparta de mí todo obstáculo, toda idea extraña, y protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos de la habitación vecina. Pero como siento que se me cansa el alma sin lograr nada, ahora la fuerzo, por el contrario, a esa distracción que antes le negaba, a pensar en otra cosa, a reponerse antes de la tentativa suprema. Y luego, por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara con el sabor reciente del primer trago de té, y siento estremecerse en mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.
Indudablemente, lo que así palpita dentro de mi ser será la imagen y el recuerdo visual que, enlazado al sabor aquel, intenta seguirlo hasta llegar a mí. Pero lucha muy lejos, y muy confusamente; apenas si distingo el reflejo neutro en que se confunde el inaprensible torbellino de los colores que se agitan; pero no puedo discernir la forma, y pedirle, como a único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero el sabor, y que me enseñe de qué circunstancia particular y de qué época del pasado se trata.
¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser? No sé. Ya no siento nada, se ha parado, quizá desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche. Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y a cada vez esa cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de toda obra importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando!; las formas externas también aquella tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos., adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.
En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tilo que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar porqué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando había buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.
Si te apetece contarme cuál es tu magdalena de Proust, te leo. Y te escribo en unos días, sin saber todavía a dónde me llevará este verano incierto.
Hasta la próxima Veleta, Patricia
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