🎐 Veleta #13: 82 años del fin de la Guerra Civil, memorias y secuelas de la guerra
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Sierra de Los Yébenes (Wikimedia)
El primer reportaje que escribí se titulaba Memorias de la guerra, se publicó en el periódico local Getafe Capital en abril de 2005 y rememoraba la historia de la contienda en Getafe, uno de los pueblos del sur de Madrid con más historia de esta época.
Estaba a punto de licenciarme en Periodismo y conseguí ese trabajo un día que repartía mi currículum en periódicos locales. Fue toda una sorpresa cuando, al llamar a la puerta de Getafe Capital, me hicieron esperar en una sala y, unos minutos después, la chica que me había abierto la puerta me dijo que pasara a ver al director. Me recibió un hombre al que podréis evocar si os digo que me recordaba a los periodistas de siempre, los de libreta y pluma. Se presentó como Santiago Erice y, tras hacerme unas preguntas, me invitó a pensar un tema sobre el que escribir y a llamarle cuando lo tuviese. ¡Ah! Y me detalló las tarifas que pagaban en un momento en que los becarios de periodismo ya empezábamos a competir por hacer prácticas gratis.
Era finales de febrero. Estuve un par de días dándole vueltas al tema y, finalmente, se me ocurrió que, como el reportaje saldría en el mes de abril, aprovecharía para escribir sobre el papel de Getafe en la guerra civil, que el 1 de abril de 2005 conmemoraba el 66 aniversario de su fin (hoy ya son 82 años). Al director le pareció buena idea y me puse manos a la obra.
El resultado final no hubiera sido posible sin la ayuda de uno de los hermanos de mi abuela, Félix Antona. Él, que falleció hace tres años, vivió en Getafe muchísimos años y me presentó a César Navarro, médico y expresidente del Ateneo de Madrid. La historia de César Navarro y de otro vecino de Getafe, Andrés Díez, me sirvieron como hilo argumental para humanizar y contextualizar los datos históricos que encontré en bibliotecas y archivos (ya existía Internet, por supuesto, pero no al nivel actual ni para cuestiones tan especializadas como las que yo necesitaba).
Al ir profundizando en el tema me di cuenta de lo polémico que era y de las rencillas que existían todavía 66 años después. Me acuerdo de que mi entonces novio me llevó en coche al Cerro de los Ángeles para poder hablar con el cura de la parroquia, ya que el Cerro fue un lugar estratégico de la contienda debido a que es un punto alto y con mucha visibilidad en la zona, y el hombre nos echó a voces diciendo que por qué teníamos que remover esas cosas. La cosa ya prometía.
Terminé de escribir el artículo y, unos días después, se publicó. Nunca había imaginado que se fuera a armar tanto revuelo por ese reportaje. Empezaron a llegar cartas al director y nos dimos cuenta de que las viejas rencillas no se habían olvidado. El tema estuvo coleando varios meses. La verdad es que lo pasé un poco mal: ¡la primera vez que hacía algo así y la que se había montado! Sin embargo, con el tiempo, me he dado cuenta de que no pude empezar de una forma mejor. Por eso lo recuerdo todo y con tanta nostalgia.
La gente del periódico quedó satisfecha con mi trabajo (después me encargaron varios trabajos más), y así fue como gané mis primeros 150 euros de periodista. El reportaje completo lo podéis leer desde aquí.
Después, he seguido leyendo cosas sobre la guerra, y de los años que siguieron. He conocido de primera mano la historia de mi abuelo materno, que creció siendo huérfano y cabrero, viviendo las penurias de la posguerra (como Andrea y Luis, los protagonistas de Nada, de Carmen Laforet, y de Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán Gómez) y al que recuerdo aprendido las tablas de multiplicar conmigo cuando yo tenía 7 años. Pero ya os hablaré más de él en otra Veleta. Porque hoy lo que quiero relatar aquí es una ficción que escribí hace unos años basada en hechos reales extraídos de la memoria de mi abuela, que nació en pleno 36 en Los Yébenes, un pueblo de la provincia de Toledo situado en la cabecera de los Montes de Toledo. Y es que los montes de toda España fueron refugio de aquellos a los que se conoció como maquis, un grupo de guerrilleros antifranquistas que hicieron de estas tierras su refugio.
El 1 de abril de 1939 terminaba la Guerra Civil Española y comenzaba la posguerra
Secuelas de la guerra
La luna llena era la mejor linterna de la que Ernesto, el Jarabo, se podía servir para llegar al pueblo sin levantar sospechas. Sabía que los guardas estaban más atentos esas noches a los movimientos de los maquis, pero conocía aquellos montes con tanta precisión que, cada vez que bajaba, trazaba una ruta diferente.
El Jarabo se fiaba de pocos como de Miguel, el Chaquetas, con quien antes de la guerra había compartido niñez y adolescencia. El Chaquetas se jugaba el pescuezo para darle algo que llevarse a la boca desde finales del 39. Nadie podía sospechar de él. Pastor desde los cinco años, se libró de la mili y del frente por una leve cojera lo que, sumado a su carácter discreto, le ayudó a no meterse en líos en esos años. Vivía con su hermano, el Félix, y su cuñada, la Vicenta, y solo se le conocía rodeado de animales.
Aquella fría noche de febrero del 43, la luna llena iluminaba el corral de la familia Chaquetas. Miguel había salido de casa para apañar su ganado por última vez esa jornada. La visita que esperaba llegó antes que de costumbre. Tres fogonazos de linterna eran las señales del Jarabo. Estaba más consumido si cabía que la última vez que lo vio y lo primero que hizo fue ofrecerle un chusco de pan y un pedazo de queso. No intercambiaron palabras hasta que Ernesto dio buena cuenta de ello.
– Jarabo, bajo ese montón de paja tienes una saca con lo que he podido conseguir –señaló un montículo cercano a una de las cabras–. El Félix desconfía y cada vez me cuesta más esconder las cosas.
– Lo entiendo, Chaquetas. No te preocupes, lo que puedas, amigo. Bastante haces ya.
– Y, ¿cómo va la cosa, Jarabo?
– Pues jodida, Chaquetas, cada vez somos menos los que quedamos ahí. Lo mismo marcho para Francia con un grupo de compañeros, así que si en la próxima luna llena no me ves, o me han cazado o me he ido para el extranjero.
Estaban en esto cuando Ernesto, que había desarrollado un oído prodigioso durante los años de cautiverio, oyó unos pasos. Corrió a esconderse entre las cabras pero, ante el espectáculo, los animales comenzaron a berrear. Los pasos se convirtieron en carrera. Félix, el hermano de Miguel, abrió la puerta. Reconoció de inmediato al Jarabo. Instintivamente, miró a su alrededor y cerró la puerta del corral.
– ¿Qué está pasando? ¿Qué haces aquí, descerebrado? ¿Es que acaso quieres que nos fusilen a todos? ¿Eh, Jarabo? Inconsciente, como le pase algo a mi mujer, te juro que te mato yo… ¿Te ha visto alguien? –gritaba en susurros, con los puños apretados y el pecho adelantado, desafiante.
– No, Félix, te lo juro, cuido bien que no me echen el ojo. El más perjudicado sería yo.
– Tendrá cojones lo que tengo que aguantar. ¿Qué el más perjudicado serías tú? Vete y no se te ocurra volver por aquí, Jarabo.
– Escúchame, Félix, hay que ser un poco más valiente, como el Miguel. ¿O es que acaso no quieres mirar más allá de tus cabras para no ver cómo han dejado tu pueblo? ¿Ya no te acuerdas de lo que le hicieron a Paco, el Pulgo?
El dardo envenenado avivó la ira de Félix, que empuñó el rastrillo de la paja para amenazar al Jarabo directamente sobre el cuello.
– Jarabo, no me toques los huevos, que la tenemos.
– ¿Qué pasa, Félix? ¿No te gusta que te hable del Pulgo, verdad? Pues por culpa de gente que mira para otro lado como tú, pasan esas cosas. Pero ya estoy yo aquí, resistiendo por ti, hermano –. No había miedo en sus palabras.
– Yo no soy hermano tuyo, ¡joder!, y no vuelvas a nombrar al Pulgo en mi casa o te correré a palos, Jarabo.
– No tienes huevos tienes, Félix. Y más vale que me guardes el secreto. Pronto me iré para el extranjero y no me volverás a ver.
– Eso espero, Jarabo, no quiero que te arrimes ni a mi casa ni al Miguel. ¿Está claro? La próxima vez no sé si podré aguantarme.
Allí acabó la discusión. El Jarabo cogió la saca que le había preparado su amigo y salió corriendo, monte hacia arriba. Félix se derrumbó. De rodillas sobre la paja, tiró el rastrillo lo más lejos que le permitieron sus fuerzas.
– ¡Maldita guerra! – clamó al cielo, llorando con rabia.
No hubo respuesta.
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Un abrazo, Patricia
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